Claire Keegan, la hechizera celta de la narración

La autora irlandesa traducida a distintos idiomas, se considera una escritora que escribe lento, paso a paso. “Escribo muy despacio, hago como treinta borradores de una historia, me lleva mucho tiempo convertir una historia en cuento. Para transformar una historia en un cuento, hay que sacarle muchas cosas de modo que parezca que el cuento se desmorona, pero sigue ahí”, asegura. Las atmósferas de sus relatos van en el mismo de sentido de lo que ella dice sobre su oficio.
Nació en Irlanda (1968). Sus libros empezaron a ser traducidos a nuestra lengua, era una escritora de la que se hablaba mucho. Recibió premios destacados a su obra, entre ellos el Edge Hill 2007 como el mejor libro de cuentos en lengua inglesa. Sus títulos más significativos son: Tres luces, Recorre los campos azules, Antártida; los tres editados en la Argentina por Eterna Cadencia. Trabaja el detalle de las conductas de cada personaje. Construye las historias como algunos de sus colegas americanos, con eso de mostrar y no decir. Keegan es lo que podría llamarse como una autora que construye climas. Se detiene en aspectos de la historia que hacen que el lector también se detenga: eso, como con una cámara. Y tal vez tenga en eso que ver, su modo de escribir, de mirar, de ser en lo que hace. “Una buena historia –dice Keegan- es la que está casi incompleta y parece frágil. Es como la diferencia entre sentarse al lado de alguien que no para de hablar, y que sabés que no va a decir nada importante, o sentarte al lado de alguien que está muy callado y probablemente te va a decir algo. Nos pasamos la vida hablando, pero la mayoría del tiempo no decimos nada. Un cuento revela lo que no se dice”.

Así escribe (De Tres luces)
Un domingo temprano a la mañana, después de la primera misa en Clonegal, mi papá, en lugar de llevarme a casa, sigue manejando derecho por Wexford hacia la costa, de donde era la familia de mi mamá. Es un caluroso día de agosto, brillante, con parches de sombra y repentina luz verdosa a lo largo de la ruta. Pasamos por el pueblo de Shillelagh, donde mi papá perdió a nuestra Shorthorn jugando a las cartas, y por el mercado de Carnew, donde el hombre que le ganó la vendió no mucho tiempo después. Mi papá tira su sombrero en el asiento del acompañante, baja la ventana y fuma. Me desarmo las trenzas y me acuesto derechita en el asiento trasero, mirando para arriba a través de la ventana de atrás. Me pregunto cómo sería si este lugar fuera de los Kinsellas. Veo a una mujer alta parada sobre mí, haciéndome tomar la leche todavía caliente de la vaca. Veo otra versión de ella, menos parecida, con un delantal, volcando la pasta de panqueque en la sartén de freír, preguntándome querés otro, como a veces lo hace mi mamá cuando está de buen humor.