Carson Mc Cullers: “La soledad en la mirada”

Es una de las grandes escritoras sureñas americanas. A propósito de los aniversarios de su nacimiento y muerte (1917-1967), su obra volvió a reeditarse, a estar ahí, cerca.
Nació en Georgia, Estados Unidos, en el año de la Revolución Rusa, 1917. Es considerada una de las madres del cuento americano. Escribió una obra extensa pese a que murió joven, a los cincuenta, de un ataque al corazón. Por esas cruces miméticos que tiene el camino, uno de sus textos más leído es El corazón es un cazador solitario, novela que escribió a los 23 años. “Todo lo que sucede en mis relatos, me ha sucedido o me sucederá”, decía Mc Cullers. Pasó la mitad de su vida enferma, pero no paró de escribir ni de leer. Su obra gira en torna a un tema: el amor. Entre sus libros: La balada del café triste, Reloj sin manecillas, El aliento del cielo (compilación de cuentos y novelas). Su voz de narradora se construyó con una música muy Carson, de ella y de sus rítmicas propias puestas al servicio de lo que contó. Amó leer. Escribir. Carson fue una mujer que amó.

Así escribe (de El corazón es un cazador solitario)
En la ciudad había dos mudos. Estaban siempre juntos. Cada mañana a primera hora salían de la casa en la que vivían y bajaban por la calle en dirección al trabajo, cogidos del brazo. Los dos amigos eran muy diferentes. El que siempre encabezaba la marcha era un griego obeso y soñador. En verano llevaba un polo amarillo o verde chapuceramente embutido en los pantalones por delante y suelto por detrás. Cuando hacía frío, se echaba encima un informe jersey gris. Tenía la cara redonda y grasienta, de párpados semicerrados y labios que se curvaban en una blanda y estúpida sonrisa. El otro mudo era alto, y en sus ojos brillaba una expresión vivaz, inteligente. Vestía siempre de forma inmaculada y sobria.
Cada mañana los dos amigos caminaban silenciosamente juntos hasta alcanzar la calle principal de la ciudad. Cuando llegaban ante una determinada tienda de frutas y bombones se detenían un momento en la acera. El griego, Spiros Antonapoulos, trabajaba para su primo, el propietario de la frutería. Su trabajo consistía en hacer bombones y dulces, desembalar las frutas y mantener limpia la tienda. El mudo delgado, John Singer, casi siempre ponía su mano en el brazo de su amigo y le miraba durante un segundo antes de separarse de él. Después de esta despedida, Singer cruzaba la calle y se dirigía, solo, a la joyería donde trabajaba como grabador de vajilla de plata.
A última hora de la tarde los amigos se volvían a encontrar. Singer regresaba a la frutería y esperaba hasta que Antonapoulos estaba listo para volver a casa. El griego estaba quizá desembalando perezosamente una caja de melocotones o melones, o leyendo la tira cómica del periódico en la cocina situada en la trastienda, donde preparaba sus golosinas. Antes de marchar, Antonapoulos abría siempre una bolsa de papel que durante el día tenía escondida en uno de los estantes de la cocina. La bolsa contenía diversos bocados que el griego había recogido: una fruta, muestras de chocolate, o la parte final de un embutido de hígado. Generalmente, antes de salir, Antonapoulos se acercaba contoneándose suavemente al escaparate de la tienda donde se guardaban las carnes y los quesos. Abría el cristal de la parte trasera del escaparate y su regordeta mano palpaba amorosamente en busca de algún bocado exquisito que había llamado su atención. A veces, su primo, el propietario del negocio, no lo veía. Pero si se daba cuenta, miraba a su primo con expresión de advertencia en su tenso y pálido rostro. Entonces, con tristeza, Antonapoulos, se limitaba a cambiar de lugar el bocado en cuestión. En tales ocasiones, Singer adoptaba una postura muy envarada, con las manos en los bolsillos, y miraba en otra dirección. No le gustaba ser testigo de estas escenitas entre los dos griegos. Porque, exceptuando la bebida y cierto placer secreto y solitario, a Antonapoulos lo que más le gustaba en el mundo era comer.